Cuando Gheoghe cruzó el umbral de la puerta, con su pesada mochila encima de su robusta espalda, Wilson se quedó solo. Dos días antes repitió los mismos tópicos sinceros con Ibrahim, su otro compañero de piso, que iba a pasar unas fiestas infieles con sus fieles familiares y amigos.

Wilson se giró hacia el apartamento. Por fin solo. Solo…

Él no disponía de un autocar que lo llevase a casa en 36 horas. El billete de avión era demasiado oneroso para tan poca motivación. Seis hermanos desperdigados por el mundo, sin el cemento de los padres, y con su hijo bien atendido por un padrastro que le ofrecía más de lo que él nunca podría conseguir.

El viaje del año pasado y todos los gastos y regalos que conlleva ya le había supuesto un sablazo que aún estaba pagando en incómodos plazos. Y el dolor de la despedida de su hijo de 15 años, cada vez más desapegado y acostumbrado a su nueva situación en la pequeña Habana, no quería revivirlo.

Ya llevaba semanas asumiendo su condición solitaria para estas fiestas. Pero también retumbaba en su cerebro una frase que repetía su madre como un mantra, estas frases que pronuncian las madres de forma inconsciente sin percibir la huella que deja en sus hijos: “Nunca celebréis estas fiestas en soledad”.

Pero no quería ser una carga, una molestia para nadie. Aunque algún amigo del trabajo lo había invitado, no quería repetir la experiencia de hace dos años, en la que siempre se sintió fuera de onda en casa de Ricardo, un buen compañero de trabajo con una familia demasiado estirada.

También había probado con dos señoritas emigrantes de su barriada, con las que había compartido alguna terraza estival. Mujeres poco agraciadas, pero con caracteres sencillos y humildes. Sin embargo, las invitaciones cayeron en saco roto. Las dos tenían excusas en forma de sólidas estructuras amistosas en las que, al parecer, él no tenía lugar.

Pero Wilson estaba avezado en el arte de luchar en la vida. Y esta vez iba a intentarlo hasta el final. Si el resultado definitivo era celebrar la Navidad en solitario, al menos sabría que hizo todo lo posible para evitarlo.

Así que se dirigió a su tablet y recordó a las 4 chicas de pago con las que tuvo citas mientras había estado en esta ciudad. Chicas bonitas, amables, que le supieron brindar momentos de calidez. Ya sabía que una de ellas se había ido hacía unos meses. Por lo tanto, les escribiría a las otras tres un mensaje que expusiera claramente lo que buscaba.

Básicamente consistía en invitarlas a la comida del día 25 en su casa, previo pago de una cantidad que, siendo manifiestamente escasa para sus tarifas horarias, fuera suficientemente compensatoria para una fecha en la que escasean los clientes a estas horas.

Para Nochebuena, la fecha más emblemática, Wilson tenía turno de trabajo. A pesar de que se había librado inicialmente, acabó cambiando el turno a un joven compañero de trabajo que habría matado por pasar este día con su mujer, su hijo de pocos meses y el resto de su familia, a los que veía poco por estar en otra ciudad de la península. Por este motivo la fecha final idónea para celebrar el nacimiento de Jesucristo, en el que tanto creía, sería el 25.

Cuando a las 12 de la noche del día 24 tuvo un receso, comprobó las decenas de mensajes que habían sonado insistentemente en su móvil. Eran de familiares y amigos que le felicitaban estas fiestas, con los anodinos textos y repetitivos vídeos que se envían de manera compulsiva. Una sonrisa dibujaba su rostro acordándose de cada una de las caras que se escondían tras los nombres de cabecera de los mensajes.

Pero sus ojos brillaron al comprobar que tenía respuesta de una de las chicas. Tras entrar en el mensaje, solamente pudo leer un “Llámame”.

En seguida acudió a su agenda y la llamó. La chica le pidió aclaraciones sobre el tipo de servicio que él solicitaba. Él le confesó la verdad: que se sentía solo para la comida de Navidad y le gustaría que ella lo acompañara para compartir mesa y conversación. La chica le preguntó si habría sexo. Él le respondió que sí que le gustaría. Y añadió que ella no se tendría que preocupar por nada. Que podía pasar a las 3 y que podría marchar aproximadamente a las 7 y así ella podría aprovechar la jornada nocturna. Que los taxis también los abonaría él.

Él le preguntó si ella lo recordaba. Ella le contestó con voz sonriente que claro que sí, que recordaba sus tres citas con ella. Se saludaron y ella le aseguró que a las 3 estaría en su casa. Al colgar, él quedó pensativo. Le pareció amable pero marcando las distancias que siempre estampan estas muchachas. No sabía cómo iba a resultar esta extraña comida. Pero la cita ya estaba fijada. Y él no iba a dar marcha atrás.

A Ekatherina se le hizo raro ser ella la que llamara. Y le proporcionaba malos recuerdos. Desde el infierno que sufrió hace 3 años, se negaba a hacer salidas. Pero esta vez era diferente. Y por esto había transigido.

Wilson estaba muy alejado del tipo de hombre que a ella le inspiraba deseo. Pero en sus citas siempre había sido muy amable, incluso con este afán exagerado de algunos latinos de expresar una extrema caballerosidad. Intuía que Wilson era un buen hombre. Ekatherina no se sentía nada insegura en cuanto a su integridad física. Más bien se sentía extraña y sin entender muy bien por qué llamaba a ese timbre para una cita tan inusual.

Cuando Wilson abrió la puerta, le dirigió una abierta sonrisa. La agradeció por venir, le dio un casto beso y la piropeó por lo guapa que estaba, con un vestuario sugerente pero no llamativo. La invitó a pasar, le indicó que encima del mostrador del recibidor había un sobre con el dinero incluyendo los taxis y le mostró su sencillo apartamento.

De la cocina salía un agradable olor a carne asada y especias, y del resto del piso un fuerte olor a lejía. Ekatherina hizo un leve gesto con la nariz que Wilson interpretó en seguida, disculpándose por su excesivo afán de dejar bien limpia una casa habitada por tres rudos señores poco acostumbrados a los quehaceres del hogar.

Al llegar a la cocina, Wilson le explicó lo que estaba preparando: unos envueltos de Navidad, un pan de jamón y una pierna de cerdo al horno. Ekatherina se sorprendió de lo bien que se desenvolvía Wilson en la cocina. Él le confesó que entre sus numerosos empleos se incluía el haber trabajado en algunas cocinas de su Venezuela natal.

Ella se ofreció a ayudarle. Pero vio claramente que Wilson se sentía en la cocina como pez en el agua. Así que se dispuso a decorar el salón. De las bolsas que llevaba sacó unas flores rojas de Pascua que las distribuyó por los sencillos muebles del salón y repartió velas rojas, doradas y plateadas, ensartadas en candelabros de plástico comprados en la única tienda china que encontró abierta al mediodía. El toque femenino había llegado al apartamento de Wilson.

Finalmente sacó de otra bolsa una sencilla mantelería, que Ekatherina siempre llevaba consigo como recuerdo de su Rusia natal, tejida por su abuela ya fallecida para cuando ella estableciera su familia. Los años pasaban rápidamente y antes de que la mantelería se echara a perder o se perdiera en uno de sus múltiples viajes, Ekatherina pensó que ya era hora de estrenarla. Una Navidad es siempre un bonito motivo para estrenar algo.

Cuando Wilson acabó de servir el buen Ribera del Duero que Ibrahim había recibido del lote de su empresa y que le regaló por ser un ferviente musulmán, en aquella mesa quedaron sentados dos seres casi de planetas opuestos, casi sin nada en común, incluso con celebraciones de Navidad espaciadas 12 días, pero con la fortísima necesidad de no estar solos en aquel momento.

Y comieron y hablaron, y bebieron y rieron, y comieron y se confesaron, y bebieron y lloraron… y el tiempo fue pasando como un duende bravucón, repartiendo emociones y sensaciones que les hicieron olvidar por un rato sus respectivos roles para convertirse en dos simples personas con unas tremendas ganas de compartir.

Cuando la digestión se hizo pesada y el espíritu del alcohol embotaba el alma, se sentaron en el sofá, hablando y susurrando hasta que ella se quedó dormida. Wilson también se notaba romo. El turno de noche y todos los preparativos lo habían fatigado. Así que tomó en brazos a Ekatherina, la llevó a su cama, la tapó dulcemente con sus sábanas y mantas y dejó las llaves de la casa bien visibles en el mostrador del recibidor, al lado del sobre con el dinero, para cuando ella quisiera marcharse. Él fue a la habitación de Ibrahim para dormir profundamente.

Cuando Wilson se levantó al día siguiente, encontró a Ekatherina preparando el café y con la mesa de la cocina repleta de todo lo que había encontrado en los armarios de la cocina. Se intercambiaron frases corteses, sonrisas y desayunaron con fruición.

Cuando se dispusieron a recoger la mesa, Ekatherina le preguntó qué iba a hacer con toda la comida que había sobrado. Que en este país donde estaban era costumbre comer canelones. Wilson le dijo que no sabía cómo se preparaba este plato tal como se hacía aquí. Ekatherina le propuso prepararlos conjuntamente con toda improvisación.

Así que ambos se dispusieron a explotar sus artes culinarias para ir preparando los canalones más heterodoxos y sabrosos que se hayan probado jamás. Y el ambiente en la cocina fue siempre de alegría, bromas, burlas amables sobre las sapiencias culinarias y mucha picardía. Algún beso furtivo, alguna palmadita traviesa, abrazos más efusivos… y una felación cuyo producto fue a acabar en la salsa de los canelones. Ekatherina aseguraba que el semen lleva muchas proteínas…

La comida fue totalmente distendida. Y a falta de buen vino, las cervezas cumplieron su función desinhibidora. Llegó el momento en que ambos fueron a la cama, donde Ekatherina se mostró más sumisa que nunca y donde Wilson actuó con un derroche infernal como si no existiera un mañana.

La noche ya se apoderaba del día. Ekatherina comentó que debía irse. Ambos se levantaron, se ducharon, se vistieron. Wilson llamó a una agencia de taxis. Se sentaron en el sofá, esta vez en silencio, mientras esperaban la llamada de la empresa para informarles de la llegada del vehículo.

El tono del móvil, una corta aceptación, y ambos se dirigieron al recibidor para despedirse. Ella le dio un suave beso en la boca que él aceptó con los labios cerrados. Al separarse él le dio las gracias acompañadas de una sonrisa de beneplácito. Ella cogió el sobre del mostrador, lo guardó en su bolso y se dieron un beso en la mejilla. La sonrisa que se dirigieron ahora era cómplice. Ambos entendieron en aquel momento que nunca más se volverían a ver.

Al llegar a casa, Ekatherina comprobó que Wilson le había triplicado los honorarios. Era lo justo, lo lógico, incluso algo escaso… pero reafirmaba el papel de cada uno.